A 48 años de la Masacre de San Patricio, un crimen contra cinco religiosos comprometidos con los pobres
Evidenció el accionar criminal que comenzaba a desplegar la dictadura cívico militar, dispuesta a silenciar incluso a los religiosos que denunciaban las violaciones a los derechos humanos.
Los sacerdotes Alfredo Leaden, Pedro Dufau y Alfredo José Kelly, y los seminaristas Salvador Barbeito Doval y Emilio José Barletti -integrantes de la congregación católica de los Palotinos- eran asesinados hace 48 años, un 4 de julio de 1976, por un grupo de tareas que los baleaba en la casa parroquial que habitaban en el barrio de Belgrano, en un hecho que se conoció como la Masacre de la iglesia de San Patricio.
La masacre de San Patricio integra la lista de asesinatos de religiosos por parte del terrorismo de Estado, una nómina que también conforman los obispos de La Rioja Enrique Angelelli, y de San Nicolás Carlos Ponce de León; el padre Carlos Mugica y los sacerdotes conocidos como “mártires de El Chamical”, todos ellos comprometidos con los sectores más pobres.
El crimen evidenció el accionar criminal que comenzaba a desplegar la dictadura cívico militar, que estaba dispuesta a silenciar incluso a los religiosos que denunciaban las violaciones a los derechos humanos.
Los ecos del postconcilio, las reformas impulsadas por Juan XXIII y los lineamientos impartidos por los obispos latinoamericanos en Medellín, Colombia, aún persistían en los corazones de muchos de los integrantes de la Iglesia que soñaban con mantener una mirada del Evangelio comprometida con los pobres, incluso en esos tiempos de represión y terrorismo de Estado.
Una semana antes de los asesinatos, la congregación celebró una reunión en la que se discutió la posición que debía asumirse ante el terror que se propagaba desde el poder.
En ese encuentro, según testimonios dados por religiosos que asistieron, Alfredo José Kelly sostuvo que él no podía callarse, y que continuaría con su compromiso con “los que estaban sufriendo”.
Días antes de la masacre, el padre Kelly pronunció el denominado “Sermón de la Cucarachas”, y muchos creen que esas palabras pudieron haber sellado su destino cuando llegaron a oídos de los represores.
“Hermanos: he sabido que hay gente de esta parroquia que compra muebles provenientes de casas de gente que ha sido arrestada y de la que no se conoce su destino. En todo el país surgen más y más de estos casos. Madres que no saben dónde están sus hijos, hijos que no saben dónde están sus padres, familias forzadas al exilio, señales de muerte por todos lados”, denunció el sacerdote de frente a los feligreses.
En una iglesia concurrida por militares y personas socialmente influyentes, Kelly brindó de ese modo un valiente testimonio.
En los días previos a la masacre, Kelly les comunicó a sus allegados que circulaban escritos que lo vinculaban con grupos guerrilleros, y les contó un sentimiento que pareció premonitorio.
“Sé que hay gente que me quiere matar, pero si lo hacen se van a arrepentir”, les confió a sus hermanos, con palabras que albergaban una convicción trágica, la saber que su destino estaba sellado.
En la madrugada de ese 4 de julio, dos autos que estaban estacionados frente a la Iglesia de San Patricio llamaron la atención de algunos vecinos de la calle Estomba, en el barrio de Belgrano R.
Julio Víctor Martínez, hijo de un militar que se encontraba destacado en Neuquén, se encontraba esa noche en su domicilio con unos amigos, y al advertir la presencia de estos vehículos concurrió a la Comisaría 37 para hacer una denuncia.
Un móvil policial se trasladó a San Patricio y el oficial llamado Miguel Ángel Romano se apersonó en el lugar, y tras intercambiar unas palabras con los ocupantes de los autos, se retiró como si hubiera impartido directivas.
Luis Pinasco y Guillermo Silva, dos jóvenes que esa madrugada acompañaban a Martínez, declararon en la causa que, una hora después de que se retirara el patrullero de la 37, varias personas que portaban armas largas salieron de los autos en los que se encontraban y entraron en la iglesia.
Rolando Savino, un adolescente de 16 años que oficiaba como organista de la parroquia, llegó ese domingo temprano para participar de la misa dominical. Cuando logró ingresar, Savino se encontró con los cuerpos de los religiosos ametrallados en el interior de la casa parroquial, tendidos y alineados sobre una alfombra roja, donde los habían ejecutado.
En las paredes de la casa parroquial, los asesinos escribieron consignas que no dejaban lugar a dudas de la procedencia que tenía el atentado: “Por los camaradas dinamitados en Seguridad Federal. Venceremos. Viva la patria”; “Estos zurdos murieron por ser adoctrinadores de mentes vírgenes y son MSTM”.
La primera consigna se refería al atentado que la organización Montoneros llevó a cabo contra el edificio donde funcionaba la Superintendencia de Seguridad de la Policía Federal, el 2 de julio de ese año, y en el que murieron 23 personas; en tanto que la segunda aludía al Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, una tendencia de la Iglesia identificada con la Opción por los Pobres y las luchas de liberación que se desarrollaban en los países periféricos.
Sobre el cuerpo de Barbeito Doval, los atacantes depositaron un dibujo de Quino, en el que Mafalda, su más célebre personaje, sostenía el bastón de un policía y se preguntaba si se trataba del “palito para abollar ideologías”.
Al día siguiente, el primer cuerpo de Ejército, al mando del general Guillermo Suárez Mason, adjudicó el hecho a “elementos subversivos que no tienen Patria ni Dios”, en un comunicado que fue reproducido por los medios.
Pocos días después de la matanza, una misa se celebró en homenaje a las víctimas en San Patricio encabezada por el nuncio apostólico Pio Laghi.
Poco después, el representante del Vaticano en Argentina le confesó al director del diario angloparlante Herald de Buenos Aires, Robert Cox, la incómoda sensación que vivió cuando le dio la comunión a Suárez Mason: “Sentí ganas de pegarle con el puño en la cara”.
La causa quedó en manos del juez Guillermo Rivarola y del fiscal Julio César Strassera, quienes tras una serie de diligencias dictaminaron que no se había podido determinar la autoría de la masacre, y cerraron el expediente en 1977.
En 1984, con la recuperación de la democracia, el entonces fiscal Aníbal Ibarra solicitó al juez Néstor Blondi el procesamiento de Romano y del comisario Rafael Fensore. Sin embargo, tres años después, la causa fue declarada prescripta por el magistrado.
En la actualidad, la comunidad palotina de San Patricio impulsa como “Amicus Curiae” la investigación por la Masacre como delito de lesa humanidad, que se sigue en el juzgado federal de Daniel Rafecas.
A 48 años, el crimen de los religiosos de San Patricio sigue impune, pero el martirio de esos hombres de fe sigue siendo un ejemplo para los creyentes que sueñan con cambiar el mundo. (ST)
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