El duro testimonio de una víctima de crímenes sexuales en la dictadura

El testimonio de Silvia Labayru forma parte del nuevo libro de la periodista y escritora Leila Guerriero, “La llamada”.

Argentina25 de mayo de 2024

Silvia Labayru pide prudencia con las palabras. A lo largo de los más de 40 años en los que contó una y otra vez su historia —en los juicios, en la prensa, entre los suyos–, fue encontrando cómo nombrar lo que vivió, cómo limpiarse de interpretaciones erradas y así también entender.

Silvia Labayru

Labayru es una sobreviviente del centro clandestino de detención de la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA) durante la última dictadura militar en Argentina (1976-1983). Su denuncia y posterior testimonio judicial apuntaló el primer juicio que terminó en una condena contra dos marinos por delitos sexuales, en 2021. Antes de eso, las violaciones se encuadraban como parte de las torturas y tormentos que sufrían las prisioneras.

El fallo, en el que se sentenció a 24 y 20 años a Jorge "El Tigre" Acosta y a Alberto González, respectivamente, por los delitos de violación y abuso deshonesto —al primero— y violaciones reiteradas —al segundo— marcó un hito. Ambos ya cumplían prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad.

El testimonio de Labayru forma parte del nuevo libro de la periodista y escritora Leila Guerriero, “La llamada”, publicado a comienzos de 2024 por el sello Anagrama. A lo largo de sus páginas, la cronista argentina reconstruye la historia de esta mujer que sobrevivió al horror y cómo fue que una comunicación telefónica le salvó la vida.

Ahora, sentada en el comedor de su departamento en Palermo, un barrio de la ciudad de Buenos Aires, Labayru dice a CNN que sintió la necesidad de denunciar los abusos con nombre y apellido.

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“Fue algo que tenía bastante guardado y me parecía muy importante aclarar que fueron violaciones y acabar con esta historia de que algunas secuestradas tuvimos relaciones con marinos. No era posible ninguna relación, era absolutamente imposible. El secuestro mediante, familiares amenazados, no hay consentimiento posible. No lo hay. Y como esto era un asunto bastante confuso, en cuanto existió la posibilidad de denunciar la violación como tal, lo hice. Porque fueron violaciones, violaciones, y creí importante que este debate en la sociedad, o dentro de algunos ambientes, tuviera lugar y la sentencia así lo expresa”.

Labayru empezó a militar en Argentina en los años 70 cuando todavía estaba en el colegio. Iba al Nacional Buenos Aires, una escuela secundaria que depende de la Universidad de Buenos Aires. Está entre las más prestigiosas del país y tiene alta actividad militante en el ámbito estudiantil. “Era plena época de efervescencia política entre los jóvenes”, dice.

Si bien nunca fue partidaria de Juan Domingo Perón, el presidente que marcó la historia argentina desde la década de los 40 del siglo XX, soñaba con una revolución, “con el socialismo en Argentina, un país más justo, menos desigual”. Labayru era hija de un militar, pero se identificaba con la izquierda. “Estudié marxismo y me acerqué a grupos guevaristas”, explica.

Un día decidió que si quería ser parte de una política de masas —y quería—, tenía que unirse a un espacio con más proyección. Así fue como llegó a Montoneros, la organización guerrillera argentina que ganó protagonismo entre 1960 y 1970 y que combatió a los gobiernos militares del país que se sucedieron entre 1966 y 1973.

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“Era un momento muy inoportuno porque fue justo cuando Perón nos echa de la plaza y nos llama estúpidos, imberbes y demás. A partir de eso, se produjo una ruptura entre el peronismo y Montoneros y se ilegalizó. Tenía bastantes pocos acuerdos, muy pocas afinidades profundas con la organización”, dice.

Labayru se refiere al momento en el que Perón volvió de su exilio en España. Ocurrió en 1973 y la relación con Montoneros, uno de los grupos que lo apoyaba, comenzó a tensarse. Entre los gérmenes de esa tensión estaba la lucha interna por el poder en el peronismo, donde grupos de extrema derecha adquirían un creciente protagonismo y le disputaban espacio a la izquierda.

Montoneros no quería desarmarse, aun después de la asunción de Héctor J. Cámpora como presidente elegido democráticamente. Cámpora renunció pronto para abrir paso a las elecciones que, en septiembre siguiente, consagrarían presidente a Perón y vicepresidenta a su esposa, Isabel Martínez. Esos grupos de la derecha peronista se fortalecieron durante la transición de Cámpora a Perón-Perón, y recortaron aún más el espacio de Montoneros. Perón volvió a la presidencia predicando la pacificación nacional. El 1 de mayo de 1974 marcó un antes y un después en el vínculo cuando en un acto celebrado en la Plaza de Mayo el entonces presidente los echó al grito de “imberbes, estúpidos”.

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¿Por qué seguiste en la organización?

Silvia Labayru (SL): Porque eran los tiempos, era mi entorno, estaba ahí. Todavía me lo pregunto. ¿Por qué no me fui? ¿Por qué no me fui de Montoneros? ¿Por qué no me fui de Argentina antes? Son estas de cuando eres muy joven, el sentido grupal de pertenencia, de cómo voy a abandonar yo justo ahora la lucha, etcétera. Te ibas quedando, había gente muchísimo más convencida incluso de quedarse a morir por los compañeros muertos, porque al final la represión fue muy, muy dura y secuestraban personas diariamente.

A Labayru la secuestraron en diciembre de 1976. Tenía 20 años y una panza de cinco meses de embarazo. La “chuparon” —como se llamó a los raptos en esa época— cuando estaba yendo a encontrarse con una compañera.

SL: Mi secuestro fue en el cruce de las calles Azcuénaga y Juncal. Iba a una cita con una chica que dependía de mí políticamente. Ya habían secuestrado a la mayor parte del grupo al que pertenecía y era la última en caer. Cuando fui a esa cita, me estaba esperando un camión SWAT con gente dentro, tres coches… Me señalaron, iba caminando, embarazada de cinco meses, me atraparon e inmovilizaron completamente.

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¿Cómo siguió después?

SL: Me dejaron en el asiento de atrás. Iban varios tipos y me dejaron ver por dónde iba el coche. Era una tarde de sol preciosa del mes de diciembre y pensé: “Si me dejan ver a dónde me llevan, está claro que de ahí no salgo”.

Fueron unas imágenes de unos minutos con las que me despedí del mundo. En el ultimísimo tramo, me metieron la cabeza dentro del auto —ya era muy fácil adivinar a dónde iba— y me pusieron esposas, grilletes, una capucha y me llevaron a un sótano. Luego se sucedió el interrogatorio que fue muy duro para mí porque pensaba que iba a abortar seguro. Me torturaron durante una hora aproximadamente y conseguí no dar la información que me pedían en ese momento.

Finalmente, di una dirección en la que ya no había nadie, tal como habíamos pactado con la organización. Eso me dio mucha tranquilidad personal. Haber podido evitar que cayeran más personas por mí. Pero depende de cuánto tiempo te torturen y cómo. No se puede juzgar a quienes hablaron, sinceramente.

¿Hubo algún tipo de consideración por el hecho de que estabas embarazada?

SL: Sí, porque tenían la idea, y fue lo que hicieron, de robar a todos los bebés que nacían en los campos de concentración. Los niños también eran parte del botín. Entonces, lo que hacían era mantener a las embarazadas vivas hasta que los bebés nacían y luego asesinaban a las madres y se apropiaban de los bebés.

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No te torturaron con el nivel de brutalidad que tuvieron con otros secuestrados, pero te hicieron escuchar cómo torturaban a otros.

SL: Había cinco salitas de tortura que tenían un cartel arriba que decía “Avenida de la Felicidad”. Ponían música incesantemente de Palito Ortega, “La felicidad, ja, ja, ja, ja”, una música de Nat King Cole en castellano que la ponían día y noche. Canciones como “Si Adelita se fuera con otro”.

Si las escuchas hoy en día…

SL: Me vuelvo loca.

¿Cómo eran las condiciones de vida en ese lugar?

SL: Primero estábamos con capuchas, después con unos anteojitos de esos de los aviones, grilletes con veintiún eslabones en las piernas y esposas. Más tarde, te las quitaban, pero los grilletes solo me los sacaron para dar a luz. Tenías que hacer tus necesidades en un balde, delante de todo el mundo, con grilletes, en cuclillas, embarazada.

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Venían guardias que eran alumnos de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), chicos de entre 15 y 17 años, que eran los que custodiaban a los prisioneros. Traían el desayuno, una taza de mate cocido con un trozo de pan, y para despertarte te daban una patada con los borceguíes [botas de combate] en la cabeza porque estábamos ahí tirados. Esa era la tónica general. Luces encendidas día y noche, música también arriba. Era muy difícil saber cuándo era de día, cuándo de noche.

Dentro de la ESMA, algunos prisioneros tuvieron trabajos asignados por los militares como la falsificación de documentos de identidad y tareas de comunicación política del gobierno de facto. Labayru cuenta que Mercedes Carazo, una dirigente montonera, también secuestrada, ayudó a que la pongan a trabajar. “Recibías otro tipo de trato, en el sentido de que pasabas de estar tirada en la colchoneta a que te bajaran a ‘trabajar’. Esto suponía que poco a poco dejabas de ser un número”, dice.

Jorge “El Tigre” Acosta era el líder del grupo de tareas dentro de ese centro de detención y fue el hombre al que Carazo convenció de algo que cambió el destino de Labayru.

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Hubo una llamada que te salvó la vida.

SL: La conversación entre el Tigre Acosta y mi padre. El Tigre Acosta no me tenía en una buena consideración, pensaba que mi padre era un traidor porque siendo militar y sabiendo que yo militaba no me había entregado.

Entonces, me decía: “A tu padre lo vamos a chupar por traidor”. Ni me miraba, yo era transparente, me daba cuenta de que no tenía muy buen futuro una vez que naciera mi bebé. Mercedes le mandaba notitas diciéndole que iba a dar a luz en cualquier momento y que había que llamar a mi familia, pero este tipo no contestaba.

Y un día, increíblemente, vino un guardia y me llevó a la oficina del señor Acosta y me dijo sin mucha simpatía: “Bueno, vamos a hablar con tu padre y le vas a decir que va a nacer el bebé, pero que no podés decir a dónde estás, ni cómo estás, ni nada de nada, sino que se le va a entregar, pero primero voy a hablar yo”. Entonces llamó, con tanta suerte de que mi padre, que era piloto, no estaba de vuelo y atendió el teléfono.

Acosta le dijo:

—Lo llamo porque quiero hablarle de su hija.

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Mi padre pensó que los Montoneros estaban del otro lado del teléfono. Él era un señor conservador, democrático, pero conservador y empezó a los gritos.

—Ustedes, los Montoneros, son los responsables morales de la muerte de mi hija. Vengan que los voy a ca**r a tiros. Yo soy antiperonista, anticomunista y antimontoneros.

Entonces, Acosta colgó el teléfono de golpe y pensé: “La hemos ca**do”. Pero me miró y dijo:

—Pero entonces tu padre es uno de los nuestros.

Esa llamada fue la que, junto con otras suertes pequeñas o grandes, hicieron que Labayru finalmente pudiera sobrevivir.

Vera, su hija, fue entregada a sus suegros que la cuidaron durante el año que su madre estuvo todavía detenida. Su papá estaba exiliado en España y con el tiempo a Labayru le permitieron salidas para visitarla. Siempre vigilada por militares que la llevaban custodiada y amenazada sin margen para nada.

SL: Pasado el primer mes, yo efectivamente estaba muy gorda porque comía mucho pan, que era lo que nos daban, el bife naval, pan con una carne fría. Entonces, el Tigre Acosta se acercó y me dijo que iba a estar en el proceso de recuperación, pero que todavía no había entregado nada. Entonces, tenía que adelgazar y para demostrar que no los odiaba tenía que tener sexo con alguno de los oficiales. Me quedé atónita. También me dijo que no se ofrecía él porque era demasiado mayor para mí.

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¿Ahí aparece González? ¿Te “asignan” a un violador?

SL: Si se repartían a las mujeres o cómo era la organización interna, realmente no sé. No tenía esa información. Al cabo de un tiempo uno de estos militares que me llevaba a ver a mi bebé intentó abusar de mí en un coche y después en una quinta, que era un lugar a donde nos llevaban a veces a los detenidos, y tuve la suerte de que no me violara en ese momento porque tenía mi bebé en brazos. Era una cosa increíble. Pero después pasó más tiempo y me mandaron a buscar y otro oficial me violó.

¿González?

SL: Sí, González. Primero me llevaba a hoteles y después me dijo que íbamos a ir a su casa, que estaba su mujer, que le encantaba esa historia. Era una parejita que quería tener un divertimento sexual con otra persona y qué mejor que una secuestrada que pueda hacerlo gratuitamente y de manera esclava.

¿La denunciaste a ella también?

SL: Hablé en el juicio con nombre y apellido, pero no puse una demanda personal contra ella. Me costó bastante entender que ella también me había violado.

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Por haber formado parte de quienes tenían asignados supuestos trabajos y ser parte de lo que los represores llamaban “procesos de rehabilitación”, además de poder hacer algunas visitas a tu familia, cuando te liberaron pesó sobre vos un halo de sospecha, se te acusó de traidora. ¿Por qué?

SL: Había una frase de las Madres de Mayo que era “vivos los dejamos, vivos los queremos”. Pero, como dijo Marta Álvarez, una sobreviviente de la ESMA, cuando volvimos vivos ya no nos querían. Los sobrevivientes son seres incómodos para todo el mundo: para el que no lo vivió, para las organizaciones a las que pertenecían.

Sabemos cosas que la gente no quiere saber sobre cómo es la relación con la muerte, cómo es la tortura, qué pasó allí dentro. Todas estas ideas sobre héroes y traidores son muy malas para las personas y para las organizaciones. En el caso de los secuestrados, se supone que todos los que murieron son héroes y los que sobrevivimos somos traidores. ¿Qué significa ser un traidor? ¿Por qué la izquierda quiere héroes? No es una buena posición la del héroe.

En un texto que se publicó en alguna revista, un periodista de guerra contó que el hecho de haber tenido tanta cercanía con el horror le hacía difícil transitar el mundo más livianamente.

SL: Exacto. Los primeros años fueron muy difíciles. A mí me liberaron y mi marido me llevó a vivir a Marbella, a los tres días de salir de la ESMA. Recuerdo que estaba sentada en Puerto Banús, había unos barcos impresionantes, jeques árabes, gente tomando daiquiris. Y yo pensaba: “¿Qué hago aquí?”. Era como una película. Estaba en libertad, pero no estaba en libertad. Era algo extrañísimo. Esa extrañeza de la vida cotidiana permaneció durante bastante tiempo. Una sensación de que hay cosas que tú sabes que has vivido y que es muy difícil compartirlas.

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¿Por qué sentiste la necesidad de denunciar los delitos sexuales por fuera de la tortura?

SL: En primer lugar, fue algo que tenía bastante guardado y, en segundo lugar, me parecía muy importante aclarar que fueron violaciones y acabar con esta historia de que algunas secuestradas tuvimos relaciones con marinos. No era posible ninguna relación, era absolutamente imposible. El secuestro mediante, familiares amenazados, no hay consentimiento posible. No lo hay. Y como esto era un asunto bastante confuso, en cuanto existió la posibilidad de denunciar la violación como tal, lo hice. Porque fueron violaciones, violaciones, y creí importante que este debate en la sociedad o dentro de algunos ambientes tuviera lugar y la sentencia así lo expresa.

Silvia Labayru fue una víctima, pero no quiere que su vida se defina con esa identidad.

“Partí de una idea muy clara cuando salí de la ESMA. He tenido la suerte de salir con mi hija en brazos a la libertad. Entonces, ¿cuál puede ser mi homenaje a los que no tuvieron la misma suerte que yo? Pensé en ese momento y lo sigo pensando. El mejor homenaje que podía tener era que mi vida fuera una buena vida”, dice. (CNÑ)

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